Cuando nada tiene sentido, descubrimos que el sentido y el propósito son dos asuntos que se entrelazan: si no hay un propósito, es difícil encontrar el sentido de nuestra vida y aquí podemos detenernos y contemplar “si no tenemos un propósito, o si todos los propósitos que considerábamos de gran importancia se han desvanecido, o si el propósito por el que hemos luchado al no alcanzarlo nos genera frustración y sensación de fracaso”, que hay detrás o en el fondo de estas sensaciones, y si miramos con más atención, si respiramos profundo, muy profundo, quizás descubramos que hay una luz que nos está esperando tras el velo de estas sensaciones, y es un propósito escondido tras el velo del mundo, el propósito de amar la propia existencia, amar la vida de forma incondicional.
Cuando se descubre o se revela este propósito, nace una nueva sensibilidad, una joya sagrada empieza a resplandecer en el corazón, el sentir el valor de la vida, sentir la vida como lo más preciado, no porque seamos esto o aquello, no porque tengamos o hayamos perdido, no porque nos reconocen o nos olvidan, no porque hayamos cometido errores o seamos impecables, sino porque descubrimos que no somos una idea de salvación o derrota, no somos la idea que constituye nuestro yo personal, sino somos más allá de nuestras ideas, o la forma de nuestros sueños, la inocencia de un niño que despierta y reconoce la sacralidad de su mirada.